Por encima de las reformas legales: Cultura y capacidad en la erradicación de la violencia contra las mujeres y las niñas

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Por encima de las reformas legales: Cultura y capacidad en la erradicación de la violencia contra las mujeres y las niñas

New York—2 July 2006

Julio de 2006

En gran medida, la condición social de las mujeres y de las niñas ha mejorado significativamente durante los últimos 50 años. Han alcanzado mayores tasas de alfabetización y educación, ha crecido su ingreso per cápita, y han ascendido a cargos destacados en las esferas profesional y política. Además, extensas redes locales, nacionales y mundiales han logrado poner en la agenda mundial y han catalizado la creación de mecanismos legales e institucionales para abordar estas preocupaciones. A pesar de los avances positivos, en todos los rincones del mundo continúa causando estragos una epidemia implacable de violencia dirigida contra mujeres y niñas, que se perpetúa por normas sociales, fanatismo religioso y condiciones políticas y económicas de explotación. A medida que la comunidad internacional se empeña por poner en práctica leyes que protejan a las mujeres y a las niñas, es evidente que una enorme brecha separa aún el aparato legal y la idiosincrasia, —materializada en nuestros valores, conducta e instituciones— necesaria para detener la epidemia.

La alarmante violencia contra las mujeres y niñas tiene lugar con un telón de fondo de dos procesos simultáneos que caracterizan la condición mundial actual. El primero es un proceso de desintegración, el cual manifiesta en todos los continentes y en cada una de las esferas de la vida humana la impotencia de instituciones desgastadas, doctrinas obsoletas y tradiciones desacreditadas, y conduce al caos y declinación en el orden social. El deterioro de la capacidad de las religiones para ejercer una influencia moral ha dejado una secuela de vacío moral que es llenado por voces extremistas y planteamientos materialistas de la realidad que niegan la dignidad de la vida humana. Un orden económico explotador, que da pábulo a los extremos de riqueza y pobreza, ha empujado a millones de mujeres a una situación de esclavitud económica y les ha negado el derecho a la propiedad, herencia, seguridad física y participación igualitaria en las empresas productivas. Los conflictos étnicos y los estados fracasados han hecho aumentar la cantidad de mujeres emigrantes y refugiadas, hundiéndolas en situaciones de inseguridad física y económica aún mayor. Dentro del hogar y la comunidad, la alta incidencia de violencia en el seno de la familia, el aumento del trato degradante de mujeres y niños, y la propagación del abuso sexual han acelerado este declive.

Junto con este modelo de deterioro, se distingue un segundo proceso constructivo y unificador. Arraigado en la ética de la Declaración Universal de Derechos Humanos y alimentado por una creciente solidaridad en los empeños de las mujeres de todo el mundo, los últimos 15 años han logrado colocar el tema de la violencia contra las mujeres y las niñas en la agenda mundial. El amplio marco legal y normativo desarrollado en este período ha llevado a la atención de una comunidad internacional distraída, la cultura de impunidad en que tales abusos eran tolerados e incluso aprobados. 1993, la histórica Declaración sobre la eliminación de la violencia contra las mujeres por Naciones Unidas definía la violencia como:

Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o sicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada.1

Esta definición contradecía la noción falaz de que la violencia contra las mujeres y las niñas era asunto privado. El hogar, la familia, la propia cultura y tradición ya no eran los árbitros finales de la acción justa al tratarse de violencia contra niñas y mujeres. El posterior nombramiento de un Relator Especial sobre la violencia contra las mujeres proporcionó otro mecanismo más para investigar y llevar a la atención de la comunidad internacional las múltiples dimensiones de esta crisis.

Pese a algunos avances importantes logrados en los últimos quince años, el fracaso del intento de las naciones de reducir la violencia ha puesto en evidencia las limitaciones de un enfoque principalmente “reactivo” y ha ido adoptando el objetivo más amplio de la prevención de la violencia en primer lugar. Desde este nuevo marco, el desafío que tiene la comunidad internacional ahora es cómo crear las condiciones sociales, materiales y estructurales en que las mujeres y las niñas puedan desarrollarse hasta su pleno potencial. La creación de tales condiciones implicará no sólo intentos deliberados de cambiar las estructuras legales, políticas y económicas de la sociedad, sino, lo que es igualmente importante, requerirá la transformación de las personas – hombres y mujeres, niños y niñas – cuyos valores, de distintas maneras mantienen esquemas de comportamiento basados en la explotación. Desde la perspectiva baha'i, la esencia de todo programa de cambio social es el entendimiento de que la persona tiene una dimensión moral o espiritual. Ello perfila la comprensión del propósito de su vida, sus responsabilidades para con la familia, la comunidad y el mundo. Junto con cambios fundamentales que lentamente van tomando forma en la arquitectura legal, política y económica, el desarrollo de las capacidades morales y espirituales de las personas es un elemento esencial en la aún esquiva búsqueda de cómo impedir el abuso de mujeres y niñas en todo el mundo.

La idea de promover costumbres o valores determinados puede causar controversias; muy a menudo en el pasado tales intentos se han relacionado con prácticas religiosas represivas, ideologías políticas opresivas y visiones muy limitadas del bien común. Sin embargo, las capacidades morales, cuando se articulan de forma consecuente con los ideales de la Declaración Universal de Derechos Humanos y apuntan a promover el desarrollo espiritual, social e intelectual de todas las personas, representan un elemento clave del tipo de transformación que una sociedad no violenta necesita que tome forma. Además, tales capacidades deben apoyarse en el principio central, social y espiritual de nuestro tiempo, a saber, la interdependencia e interconexión de la humanidad entera. De esta manera la meta del desarrollo moral se desplaza de las nociones individualistas de “salvación” hasta abarcar el progreso colectivo de toda la raza humana. A medida que nuestra comprensión de los sistemas sociales y físicos del mundo evoluciona para abrazar este paradigma, igualmente debemos desarrollar las capacidades morales requeridas para funcionar éticamente en la época en que vivimos.

¿Cómo se traduce esto en objetivos educacionales? Varias instituciones de educación superior y escuelas baha'is han identificado capacidades morales concretas que ayudan a equipar a los niños y jóvenes para desarrollar destrezas de razonamiento moral y asumir la responsabilidad de contribuir al mejoramiento de sus comunidades. La base de ese currículo tales asignaturas es la creencia de que toda persona es un ser espiritual con un potencial ilimitado para las acciones nobles, pero para que ese potencial se manifieste debe cultivarse conscientemente mediante un programa que armonice con esta dimensión humana fundamental. Las capacidades morales identificadas por instituciones educativas baha'is incluyen las siguientes: participar eficazmente en la toma de decisiones colectivas no confrontativas (esto incluye la transformación de modelos basados en la explotación mediante el uso de la fuerza y falsamente arraigados en la idea de que el conflicto es una de las bases principales de la interacción humana); actuar con rectitud de conducta basada en principios éticos y morales; cultivar el sentido de dignidad y valor propios; tomar la iniciativa en forma creativa y disciplinada; comprometerse con actividades educativas empoderadoras; crear una visión de futuro deseado basada en valores y principios compartidos, e inspirar a otros para que trabajen por su cumplimiento; entender las relaciones basadas en la dominación y contribuir a su transformación hacia relaciones basadas en la reciprocidad y el servicio. De esta forma, el programa trata de desarrollar a la persona integralmente, aunando lo espiritual y lo material, lo teórico y lo práctico y el sentido de progreso personal con el de servicio a la comunidad.

Si bien tales valores pueden enseñarse en las escuelas, el ambiente familiar es donde los niños crecen y generan perspectivas sobre ellos mismos, el mundo y el propósito de la vida. En la medida que una familia no atiende las necesidades fundamentales de los hijos, en esa misma medida se verá abrumada la sociedad con las consecuencias del descuido y el abuso y sufrirá sobremanera de las condiciones resultantes de apatía y violencia. En la familia, la niña aprende acerca del poder y de su expresión en las relaciones interpersonales; es aquí donde por primera vez aprende a aceptar o rechazar el dominio y violencia autoritarios como medio de expresión y resolución de conflictos. En este ambiente, la amplia violencia cometida por hombres contra mujeres y niñas constituye un ataque al elemento fundamental de la comunidad y la nación.

El estado de igualdad en la familia y en el matrimonio requiere una capacidad cada vez mayor de integrar y unir en lugar de separar e individualizar. En un mundo que está cambiando muy rápidamente, en el que las familias sufren las insoportables presiones de inestables trastornos ambientales, económicos y políticos, asume importancia suprema la capacidad de mantener la integridad del lazo familiar y de preparar a los hijos como ciudadanos de un mundo complejo que se contrae. Por lo tanto, es imperioso ayudar a los hombres en su papel de padres a entender sus responsabilidades en la familia por encima del bienestar económico, lo cual incluye dar un ejemplo de relaciones sanas entre hombres y mujeres, de autodisciplina e igual respeto por los miembros varones y mujeres de una familia. Este es un papel complementario al de la madre, que es la primera educadora de sus hijos y cuya felicidad, sentido de la seguridad y autovaloración es esencial para su capacidad para actuar eficazmente como progenitora.

Lo que los hijos aprenden en el seno familiar es confirmado o bien contradicho por las interacciones y valores sociales que dirigen su vida comunitaria. Todos los adultos de la comunidad, ya sean educadores, trabajadores de la salud, empresarios, representantes políticos, jefes religiosos, funcionarios policiales, profesionales de los medios de comunicación u otros, comparten responsabilidades en la protección de los niños. Sin embargo, en muchísimos casos la red protectora de la vida comunitaria aparece rasgada irreparablemente: se trafica con millones de mujeres y niñas cada año, sometiéndolas a prostitución forzada y condiciones semejantes a la esclavitud; las trabajadoras emigrantes afrontan una doble marginalización como mujeres y como emigrantes, y sufren abuso mental, físico y económico a manos de sus empleadores en una economía irregular; la violencia contra las ancianas, cuyo número ha aumentado y que a menudo carecen de los recursos para protegerse a sí mismas, ha aumentado notablemente; la pornografía infantil se ha extendido como un virus que sacia el apetito de un mercado global sin reglas ni excepciones; en muchos países, incluso el acto de acudir a la escuela expone a las niñas a un tremendo riesgo de abuso físico y sexual. Exacerbando las condiciones provocadas por estados débiles y la no aplicación de la ley, está el profundo dilema moral que obliga a la comunidad a preguntarse: ¿qué induce a un individuo a explotar la vida y dignidad de otro ser humano? ¿Qué capacidad moral fundamental han dejado de cultivar la familia y la comunidad?

En todo el mundo, las religiones tradicionalmente han desempeñado un papel determinante en el cultivo de los valores de una comunidad. Mas hoy en día muchas voces que se alzan en nombre de la religión constituyen el obstáculo más formidable para erradicar conductas violentas y explotadoras que se cometen en contra de las mujeres y las niñas. Apelando a la religión en beneficio de su propio poder, los proponentes de interpretaciones religiosas extremas han tratado de “domar” a las mujeres y niñas limitándoles la movilidad fuera del hogar, restringiendo su acceso a la educación, sometiendo sus cuerpos a prácticas tradicionales dañinas, controlando la vestimenta e incluso matándolas para castigarlas por acciones que supuestamente denigraban el honor de la familia. Es la propia religión la que necesita desesperadamente una renovación. Un elemento clave de esa renovación es la necesidad de que los jefes religiosos defiendan inequívocamente el principio de igualdad de hombres y mujeres y se conviertan en sus portaestandartes: un principio moral y práctico que se requiere urgentemente para progresar en las esferas social, política y económica de la sociedad. Hoy día deben examinarse profundamente e inspeccionarse minuciosamente las prácticas y doctrinas religiosas que violen flagrantemente las normas de derechos humanos internacionales, tomando en consideración que todas las religiones contienen las voces de mujeres, que a menudo han estado ausentes de la definición cambiante de lo que es la religión y lo que requiere.

El entorno de la persona, su familia y la comunidad están en último término bajo la protección del Estado; es a este nivel donde se requiere desesperadamente un liderazgo esclarecido y responsable. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos continúan sin reconocer como suya la obligación de castigar e impedir la violencia contra las mujeres y niñas y su explotación; muchos carecen de la voluntad política; algunos no asignan recursos suficientes para aplicar las leyes; en muchos países no existen servicios especializados para abordar la violencia contra las mujeres y las niñas; y en casi todos los contextos la labor de prevención se ha limitado a medidas locales de corto plazo2. De hecho, pocos estados pueden afirmar que se ha reducido en lo más mínimo su incidencia global3. Muchos estados continúan ocultándose tras reservas culturales y religiosas ante los tratados internacionales que condenan esta violencia, perpetuando aun más un clima de impunidad legal y moral que hace que sean en gran extremo invisibles la violencia y sus víctimas.

La época del desarrollo de marcos legales debe ser seguida ahora por un hincapié en la puesta en práctica y la prevención. La base de tales medidas es una estrategia arraigada en la educación y formación integral de los niños en una forma que les permita crecer tanto intelectual como moralmente, cultivando en ellos un sentido de dignidad al igual que una responsabilidad por el bienestar de su familia, comunidad y el mundo. Desde un punto de vista presupuestario, la prevención conlleva la adopción deliberada de medidas específicas para cada género para asegurar que se asigne una porción suficiente de recursos a fin de proporcionar servicios sociales accesibles y de ejecución de las leyes. Tales empeños deben reforzarse con definiciones claras de lo que es violencia, así como métodos globales de recolección integral de datos a fin de evaluar los esfuerzos nacionales en esta área y despertar consciencia entre hombres y mujeres acerca de la gravedad y predominio de violencia que se da en su comunicad.

La comunidad internacional, pese a su importante liderazgo en este tema mediante la Declaración de 1993, su reconocimiento de la violencia contra las mujeres y las niñas como un “obstáculo para el logro de igualdad, desarrollo y paz” y la labor del Relator Especial, ha estado dividida y ha sido tarda en poner sus palabras en práctica. En 2003, la falta de acción fue puesta de relieve en las reuniones de la 47ª sesión de la Comisión de Naciones Unidas sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer, la cual, por primera vez en la historia de la Comisión, resultó ser incapaz de llegar a un conjunto de conclusiones acordadas acerca de la violencia contra la mujer. En este caso, se usaron argumentos basados en la cultura y la religión en un intento de eludir las obligaciones de los países, que están descritas en la Declaración de 1993. Por tanto, es imperioso que en futuras reuniones de la Comisión se adopte un lenguaje decisivo en cuanto a la eliminación de la violencia contra las mujeres y las niñas como conclusiones acordadas, imprimiendo no sólo el tono legal sino moral que corresponda a esta epidemia mundial.

A fin de cumplir sus numerosos compromisos, la comunidad internacional necesita aumentar drásticamente el poder, la autoridad y los recursos dedicados a los derechos humanos de la mujer, la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres. La Comunidad Internacional Baha'i participa en las discusiones que sugieren crear un organismo autónomo de Naciones Unidas con un mandato amplio dedicado a toda la gama de los derechos e intereses de las mujeres. Dichas discusiones derivan de la Plataforma de Beijing para la Acción, el Programa de Trabajo de El Cairo y la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer y aseguran que la perspectiva de derechos humanos se integre completamente en todos los aspectos de la labor de Naciones Unidas. Para garantizarles una voz a las mujeres a los más altos niveles de toma de decisiones en Naciones Unidas, dicho organismo debiera ser conducido por un director con la categoría de Subsecretario General. Para desempeñar eficazmente su mandato, la institución requiere una presencia nacional suficiente al igual que expertos independientes en derechos de las mujeres como parte de su cuerpo gubernativo.

De todos los niveles de la sociedad deben surgir esfuerzos para erradicar la epidemia de violencia contra las mujeres y las niñas y deben ser reforzados por todos esos niveles, desde el individuo hasta la comunidad internacional. Sin embargo no deben limitarse a reformas institucionales y legales, pues éstas se aplican solo al delito manifiesto y son incapaces de generar los profundos cambios necesarios para crear una cultura en que imperen la justicia y la equidad por encima de la vehemencia del poder autoritario y la fuerza física. De hecho, la dimensión interior y exterior de la vida humana son recíprocas: ninguna puede reformarse sin la otra. Esta dimensión interior, ética y moral es la requiere ahora una transformación pues, en último término, es la que proporciona la base más segura para los valores y el comportamiento que hacen surgir a las mujeres y las niñas y, así, promueve el avance de toda la humanidad.

Notas

  1. Asamblea General de las Naciones Unidas resolución 48/104 del 20 de diciembre de 1993. Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, Artículo 2. Documento UN A/RES/48/104.
  2. División de las Naciones Unidas para el Avance de la Mujer (2005). Informe de la Reunión del Grupo de Expertos:

    Buenas prácticas cuando se combate y se elimina la violencia contra las mujeres. 17-20 de mayo de 2005, Viena Austria. http://www.un.org/womenwatch/daw/egm/vaw-gp-2005/docs/FINALREPORT.goodpractices.pdf

  3. Ibíd.