Una Gobernanza Adecuada: a la Humanidad y el Camino Hacia un Orden Global Justo

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Una Gobernanza Adecuada: a la Humanidad y el Camino Hacia un Orden Global Justo

New York—21 September 2020

El 75º aniversario de las Naciones Unidas llega en un momento en que las realidades mundiales en rápida evolución provocan una apreciación más profunda de la interconexión e interdependencia de la humanidad. En medio de la perturbación creada y acelerada por una pandemia que envuelve al mundo, se abren numerosas posibilidades para un cambio social pronunciado que puede aportar estabilidad al mundo y enriquecer la vida de sus habitantes. A lo largo de la historia, los períodos de turbulencia han presentado oportunidades para reformular los valores colectivos y los supuestos que los sustentan. Lo mismo ocurre en el momento actual. La gama de esferas en las que los sistemas y abordajes establecidos necesitan una transformación radical sugiere cuán crítico será el próximo cuarto de siglo, que se extiende desde el 75º aniversario de las Naciones Unidas hasta su centenario, para determinar el destino de la humanidad. Una creciente oleada de voces está clamando a dar pasos decisivos en nuestra trayectoria colectiva hacia una paz duradera y universal. Es un llamado al que hay que responder.

La familia humana es una. Esta es una realidad que ha sido abrazada por multitudes en todo el mundo. Sus profundas implicaciones para nuestro comportamiento colectivo deben ahora dar lugar a un movimiento coordinado hacia niveles más altos de unidad social y política. Como declaró Baháʼu'lláh hace más de un siglo, "La verdadera paz y tranquilidad se lograrán solamente cuando la totalidad de las almas lleguen a desear el bien de toda la humanidad." Los peligros de una comunidad global dividida contra sí misma son demasiado grandes para tolerarlos. 

El siglo pasado vio muchos pasos – imperfectos, pero significativos– en sentar los cimientos de un orden mundial que podría asegurar la paz internacional y la prosperidad de todos. El primer intento serio de la humanidad de gobernanza global, la Liga de las Naciones, duró 25 años. Es impresionante que las Naciones Unidas ya haya triplicado este período. Ciertamente, no tiene paralelo como estructura para vincular a todas las naciones del mundo y como foro para expresar la voluntad común de la humanidad. Sin embargo, los acontecimientos recientes demuestran que los acuerdos actuales ya no son adecuados frente a amenazas en cascada cada vez más interrelacionadas. Por tanto, es necesario ampliar aún más la integración y la coordinación. La única forma viable de avanzar radica en un sistema de cooperación mundial cada vez más profundo. El presente aniversario brinda un momento oportuno para comenzar a generar consenso sobre la forma en que la comunidad internacional puede organizarse mejor, y para considerar cuáles serán las normas con las que se medirán los avances. 

En los últimos años, la crítica razonada de los acuerdos multilaterales se ha visto eclipsada en ocasiones por el rechazo de la idea misma de un orden internacional basado en normas. Sin embargo, este período de retroceso está arraigado en procesos históricos más amplios que conducen a la comunidad mundial hacia una unidad más robusta. En cada etapa de la historia humana, los niveles de integración más complejos se vuelven no solo posibles, sino necesarios. Surgen desafíos nuevos y más apremiantes, y el cuerpo político se ve obligado a concebir nuevas disposiciones que respondan a las necesidades del momento a través de una mayor inclusión, coherencia y colaboración. Las exigencias del momento actual están empujando a las estructuras que existen actualmente para facilitar las deliberaciones entre las naciones, así como los sistemas de resolución de conflictos, más allá de su capacidad de eficacia. Por lo tanto, nos encontramos en el umbral de una tarea decisiva: organizar deliberadamente nuestros asuntos con plena conciencia de nosotros mismos como un pueblo en una patria compartida. 

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Reconocer la unidad de la familia humana no es llamar a la uniformidad ni renunciar a la amplia gama de sistemas de gobernanza establecidos. Una verdadera apreciación por la unidad de la humanidad contiene dentro de sí el concepto esencial de la diversidad. Lo que se necesita hoy es un consenso firme que, al tiempo que preserva los diversos sistemas y culturas del mundo, encarne un conjunto de valores y principios comunes que puedan atraer el apoyo de todas las naciones.  Ya se puede discernir una medida de acuerdo en torno a estos principios y normas compartidos en los ideales que informan las agendas mundiales, tales como la universalidad de los derechos humanos, el imperativo de erradicar la pobreza o la necesidad de vivir dentro de límites ambientalmente sostenibles. Pero queda mucho por hacer y hay que tener en cuenta las implicaciones desafiantes de tales ideales.

Un marco que se adapte a una diversidad de abordajes, basado en un compromiso con la unidad y una ética compartida de justicia, permitiría poner en práctica principios comunes en innumerables disposiciones y formulaciones. Dentro de tal marco, las diferencias en la estructura política, el sistema legal y la organización social no serían puntos de fricción, sino potenciales fuentes de discernimiento hacia nuevas soluciones y enfoques. En la medida en que las naciones se comprometan a aprender unas de otras, los hábitos arraigados de disputa y reproche pueden ser reemplazados por una cultura de cooperación y exploración, y una aceptación voluntaria de los reveses y los pasos en falso como aspectos inevitables del proceso de aprendizaje.

El verdadero reconocimiento de la interdependencia global requiere de una preocupación genuina por todos, sin distinción. Este principio, engañosamente sencillo, implica un profundo reordenamiento de las prioridades. Con demasiada frecuencia, el fomento del bien común se aborda como un objetivo secundario – encomiable, pero que debe perseguirse sólo después de que se hayan asegurado otros intereses nacionales más estrechos. Esto debe cambiar, porque el bienestar de cualquier segmento de la humanidad está inseparablemente entrelazado al bienestar del conjunto. El punto de partida para la consulta sobre cualquier programa o política debe ser la consideración del impacto que tendrá en todos los segmentos de la sociedad. Los dirigentes y los responsables de la formulación de políticas se enfrentan, pues, a una pregunta crucial al considerar los méritos de cualquier acción propuesta, ya sea local, nacional o internacional: ¿Una decisión promoverá el bien de la humanidad en su totalidad?

Independientemente de los beneficios que se hayan obtenido de las concepciones pasadas en cuanto a la soberanía estatal, las condiciones actuales exigen un enfoque mucho más global y coherente del análisis y la toma de decisiones. ¿Cuáles serán las implicaciones mundiales de las políticas internas? ¿Qué opciones contribuyen a la prosperidad compartida y la paz sostenible? ¿Qué pasos fomentan la nobleza y preservan la dignidad humana? A medida que la conciencia de la unidad de la humanidad se entreteje cada vez más en los procesos de toma de decisiones, a las naciones les resultará más fácil verse como socios genuinos de la custodia del planeta y en garantizar la prosperidad de sus pueblos. 

Cuando los líderes consideren el impacto de las políticas que tienen ante sí, deberán reflexionar sobre lo que muchos podrían llamar el espíritu humano – esa cualidad esencial que busca significado y aspira a la trascendencia. Estas dimensiones menos tangibles de la existencia humana se han considerado típicamente como confinadas al ámbito de las creencias personales y ajenas a las preocupaciones de los funcionarios y los encargados de formular políticas. Pero la experiencia ha demostrado que el progreso para todos no es alcanzable si el progreso material está divorciado del progreso espiritual y ético. Por ejemplo, el crecimiento económico en las últimas décadas indudablemente ha traído prosperidad para muchos, pero con ese crecimiento desligado de la justicia y la equidad, unos pocos se han beneficiado de sus frutos de manera desproporcionada y muchos se encuentran en condiciones precarias. Quienes viven en la pobreza corren el mayor riesgo de sufrir cualquier contracción de la economía mundial, que exacerba las desigualdades existentes e intensifica el sufrimiento. Todo esfuerzo por hacer avanzar a la sociedad, aunque se refiera únicamente a las condiciones materiales, reposa en supuestos morales subyacentes. Toda política refleja convicciones sobre la naturaleza humana, sobre los valores que promueven diversos fines sociales y la forma en que los derechos y responsabilidades otorgados se informan mutuamente. Estos supuestos determinan el grado en que cualquier decisión producirá un beneficio universal. Por tanto, deben ser objeto de un examen cuidadoso y honesto. Solo asegurando que el progreso material esté conectado conscientemente con el progreso espiritual y social se podrá cumplir la promesa de un mundo mejor.

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El movimiento hacia relaciones internacionales más coordinadas y genuinamente cooperativas, eventualmente requerirá un proceso en el que los líderes mundiales se unan para reformular y reconstituir el orden global. Porque lo que alguna vez se consideró una visión idealista de la cooperación internacional, a la luz de los obvios y graves desafíos que enfrenta la humanidad, se ha convertido en una necesidad pragmática. La eficacia de los pasos en esta dirección dependerá de que se abandonen los patrones paralizantes sin salida en favor de una ética cívica global. Los procesos deliberativos deberán ser más magnánimos, razonados y cordiales – motivados no por el apego a posiciones arraigadas e intereses estrechos, sino por una búsqueda colectiva de una comprensión más profunda de temas complejos. Habrá que dejar de lado los objetivos incompatibles con la búsqueda del bien común. Hasta que ésta sea la ética dominante, un progreso duradero resultará difícil de alcanzar.

Esta postura refuerza un abordaje orientado al proceso, construido gradualmente sobre las fortalezas y que responde a las realidades cambiantes. Y a medida que crece la capacidad colectiva para una investigación razonada y desapasionada sobre el mérito de cualquier propuesta dada, una serie de reformas merecen una mayor deliberación. Por ejemplo, el establecimiento de una segunda cámara de la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde los representantes son elegidos directamente – una llamada asamblea parlamentaria mundial – podría hacer mucho para fortalecer la legitimidad y la conexión que tienen las personas con ese organismo mundial. Un consejo mundial sobre asuntos futuros podría institucionalizar la consideración de cómo las políticas podrían afectar a las generaciones venideras, y prestar atención a una variedad de asuntos como la preparación para las crisis mundiales, el uso de tecnologías emergentes o el futuro de la educación o el empleo. El fortalecimiento del marco legal relativo al mundo natural daría coherencia y vigor a los regímenes de biodiversidad, clima y medio ambiente y proporcionaría una base sólida para un sistema de custodia común de los recursos del planeta. La reforma de la infraestructura general para promover y mantener la paz, incluida la reforma del propio Consejo de Seguridad, permitiría que los acostumbrados patrones de parálisis y estancamiento den lugar a una respuesta más decisiva a la amenaza de conflicto. Tales iniciativas, o innovaciones comparables, requerirían una deliberación muy concentrada, y sería necesario que hubiera un consenso general a favor de cada una para que ganara aceptación y legitimidad. Por supuesto, no bastarían por sí solas para satisfacer las necesidades de la humanidad; sin embargo, en la medida en que supondrían mejoras con respecto a la situación actual, cada una podría contribuir con su parte a un proceso de crecimiento y desarrollo verdaderamente transformador.

El mundo que la comunidad internacional se ha comprometido a construir, en el que la violencia y la corrupción han dado paso a la paz y la buena gobernanza, por ejemplo, y donde la igualdad de mujeres y hombres se ha infundido en todas las facetas de la vida social – aún nunca ha existido. El avance hacia los objetivos consagrados en las agendas mundiales, por lo tanto, requiere una orientación consciente hacia la experimentación, la búsqueda, la innovación y la creatividad. A medida que se desarrollan estos procesos, el marco moral ya definido por la Carta de las Naciones Unidas debe aplicarse con creciente fidelidad. El respeto del derecho internacional, la defensa de los derechos humanos fundamentales, la adhesión a los tratados y acuerdos – solo en la medida en que esos compromisos se cumplan en la práctica podrán las Naciones Unidas y sus Estados Miembros demostrar una norma de integridad y confiabilidad ante los pueblos del mundo. A menos que esto suceda, ninguna cantidad de reorganización administrativa resolverá la multitud de desafíos de larga data que tenemos ante nosotros. Como declaró Baháʼu'lláh, "Las palabras deben estar respaldadas por los hechos, ya que los hechos son la verdadera prueba de las palabras"

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Los años en que concluye el primer siglo de las Naciones Unidas representan un período de inmensa oportunidad. La colaboración es posible en escalas nunca soñadas en épocas pasadas, lo que abre perspectivas incomparables para el progreso. Sin embargo, si no se llega a un acuerdo que apoye una coordinación global eficaz, se arriesgan consecuencias mucho más graves – potencialmente catastróficas – que las que surgen de los trastornos recientes. La tarea que tiene ante sí la comunidad de naciones, entonces, es asegurar que la maquinaria de la política y el poder internacionales se oriente cada vez más hacia la cooperación y la unidad. 

En el centenario de las Naciones Unidas, ¿No sería posible que todos los habitantes de nuestra patria común confiaran en que hemos puesto en marcha un proceso realista para construir el orden mundial necesario para sostener el progreso en los próximos siglos? Ésta es la esperanza de la Comunidad Internacional Bahá'í y la meta hacia la que dirige sus esfuerzos. Nos hacemos eco del conmovedor llamamiento que hace mucho tiempo hizo Bahá'u'lláh acerca de los líderes y árbitros de los asuntos humanos: “Que después de haber meditado sobre sus necesidades, se reúnan a consultar y, mediante deliberación ferviente y plena, suministren a este mundo enfermo y penosamente afligido el remedio que requiere”.